/ jueves 10 de enero de 2019

La Musa

En lo alto del Monte Parnaso se yergue un jardín edénico, donde el suelo está hecho de perfumados pétalos de rosa que acarician los pies al pasar y penden de los árboles uvas de cristal de donde destila miel y vino, recolectadas posteriormente en copas de nácar para saciar la inspiración de cierta clase de visitantes. Un suave ritmo producido por arpas de plata crea una música hipnótica y se respira una atmósfera suave que llena el pecho de calidez. Si el visitante ha bebido suficiente inspiración, podrá avistar de vez en cuando querubines sonrosados que montan cisnes volando alrededor de la cima.

Al Parnaso sólo se puede acceder previa invitación de sus habitantes, que son nueve distinguidas doncellas, las musas, las únicas que pueden contactar a un selecto grupo de humanos a entrar en este monte, justo cuando despunta el alba o al anochecer, permitiéndoles la entrada a un verdadero paraíso de delicias. Ahora comprenderás lector por qué el Parnaso es la patria de los poetas, una patria donde no existen nacionalidades ni pasaportes, sólo arte y sensibilidad.

Los que se deciden a entrar son recibidos con coronas de flores y por un imponente caballo blanco con alas emplumadas que bebe de Castalia, una fuente de cristal en cuyas aguas se refleja el verdadero ser que se mira en ellas. Tras el cansancio del viaje, el visitante (que forzosamente debe ser artista) puede beber de esas aguas y recostarse en el suelo a dormir con la confianza de un niño en el regazo de su madre. De su sueño reparador nacerán las más bellas ideas, que por su origen divino encantarán a los humanos una vez que el artista baje de nuevo a la Tierra y las plasme en papel, bronce o tinta.

Para acceder a la cima del monte hay una calzada de abetos que mecen sus copas al vaivén de las arpas y que al final conduce a un recinto semicircular del más blanco mármol que jamás se haya visto. Hay nueve asientos en torno a ese sitio, labrados en oro y decorados con perlas. En dichos tronos se sientan las nueve hermosas mujeres, las siempre joviales musas, que son hijas de Mnemósine (la Memoria) y Zeus, anfitrionas del afortunado artista que las visita.

Es entonces que entran las musas a rescatar a su solicitante o a “importunar” sin previo aviso al artista, como una fuerza arrasadora que sustrae la concentración terrenal del humano y se lo lleva hasta el monte Parnasoipso facto. Debemos comprender que las musas en su calidad de divinidades y al mismo tiempo protectoras de las artes y de las ciencias, elevan a los mortales más allá de sus penas y de sus glorias mundanas, instruyéndolos en el arte, lo único que ha logrado sobrevivir el tiempo, la guerra y el olvido (recordemos que las musas son hijas de la Memoria), lo único que puede combatir la violencia por ser contrario a la brutalidad.

La musa que se elogia ennoblece con sus consejos la preocupación del humano que la invoca y la transforma en expresiones artísticas a un nivel embriagador. Cada una transmite una enseñanza; así tenemos por ejemplo a Clío, la musa de la historia, coronada por laureles y sosteniendo varios libros para recordarnos que quien olvida las lecciones de la historia pagará el precio de repetirla. O Melpómene que habla siempre pausado y les dice a los angustiados que deben superar la tragedia con honor y paciencia y que ya vendrá después su hermana Thalía, la musa de la comedia, a colmarlos de risa y bonanza. Calíope, la elocuente, es la favorita de los poetas porque les guía la mano para que no dejen de escribir y Erato les aconseja cuando se trata de poesía amorosa, no así Polimnia, la más seria de todas, que inspira los himnos y los cantos sagrados. Urania por su parte instruye a los astrónomos a develar los misterios de las estrellas y de las matemáticas, y Euterpe alegra los corazones inspirando música en cada rincón del planeta para que Terpsícore, la de la danza, haga sentir vivos a los humanos cuando se mueven en sintonía con el Universo… Hasta aquí la columna lector, porque creo que me invitan al Parnaso. (F)

En lo alto del Monte Parnaso se yergue un jardín edénico, donde el suelo está hecho de perfumados pétalos de rosa que acarician los pies al pasar y penden de los árboles uvas de cristal de donde destila miel y vino, recolectadas posteriormente en copas de nácar para saciar la inspiración de cierta clase de visitantes. Un suave ritmo producido por arpas de plata crea una música hipnótica y se respira una atmósfera suave que llena el pecho de calidez. Si el visitante ha bebido suficiente inspiración, podrá avistar de vez en cuando querubines sonrosados que montan cisnes volando alrededor de la cima.

Al Parnaso sólo se puede acceder previa invitación de sus habitantes, que son nueve distinguidas doncellas, las musas, las únicas que pueden contactar a un selecto grupo de humanos a entrar en este monte, justo cuando despunta el alba o al anochecer, permitiéndoles la entrada a un verdadero paraíso de delicias. Ahora comprenderás lector por qué el Parnaso es la patria de los poetas, una patria donde no existen nacionalidades ni pasaportes, sólo arte y sensibilidad.

Los que se deciden a entrar son recibidos con coronas de flores y por un imponente caballo blanco con alas emplumadas que bebe de Castalia, una fuente de cristal en cuyas aguas se refleja el verdadero ser que se mira en ellas. Tras el cansancio del viaje, el visitante (que forzosamente debe ser artista) puede beber de esas aguas y recostarse en el suelo a dormir con la confianza de un niño en el regazo de su madre. De su sueño reparador nacerán las más bellas ideas, que por su origen divino encantarán a los humanos una vez que el artista baje de nuevo a la Tierra y las plasme en papel, bronce o tinta.

Para acceder a la cima del monte hay una calzada de abetos que mecen sus copas al vaivén de las arpas y que al final conduce a un recinto semicircular del más blanco mármol que jamás se haya visto. Hay nueve asientos en torno a ese sitio, labrados en oro y decorados con perlas. En dichos tronos se sientan las nueve hermosas mujeres, las siempre joviales musas, que son hijas de Mnemósine (la Memoria) y Zeus, anfitrionas del afortunado artista que las visita.

Es entonces que entran las musas a rescatar a su solicitante o a “importunar” sin previo aviso al artista, como una fuerza arrasadora que sustrae la concentración terrenal del humano y se lo lleva hasta el monte Parnasoipso facto. Debemos comprender que las musas en su calidad de divinidades y al mismo tiempo protectoras de las artes y de las ciencias, elevan a los mortales más allá de sus penas y de sus glorias mundanas, instruyéndolos en el arte, lo único que ha logrado sobrevivir el tiempo, la guerra y el olvido (recordemos que las musas son hijas de la Memoria), lo único que puede combatir la violencia por ser contrario a la brutalidad.

La musa que se elogia ennoblece con sus consejos la preocupación del humano que la invoca y la transforma en expresiones artísticas a un nivel embriagador. Cada una transmite una enseñanza; así tenemos por ejemplo a Clío, la musa de la historia, coronada por laureles y sosteniendo varios libros para recordarnos que quien olvida las lecciones de la historia pagará el precio de repetirla. O Melpómene que habla siempre pausado y les dice a los angustiados que deben superar la tragedia con honor y paciencia y que ya vendrá después su hermana Thalía, la musa de la comedia, a colmarlos de risa y bonanza. Calíope, la elocuente, es la favorita de los poetas porque les guía la mano para que no dejen de escribir y Erato les aconseja cuando se trata de poesía amorosa, no así Polimnia, la más seria de todas, que inspira los himnos y los cantos sagrados. Urania por su parte instruye a los astrónomos a develar los misterios de las estrellas y de las matemáticas, y Euterpe alegra los corazones inspirando música en cada rincón del planeta para que Terpsícore, la de la danza, haga sentir vivos a los humanos cuando se mueven en sintonía con el Universo… Hasta aquí la columna lector, porque creo que me invitan al Parnaso. (F)

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