/ jueves 24 de enero de 2019

Melpómene

Al más puro estilo de Sófocles y sus clásicas tragedias griegas, el mundo convulso en el que vivimos hoy, nos da material para generar infinidad de historias tristes y desalentadoras, pero hasta los más aterradores relatos empiezan por pequeños comienzos y el que vamos a leer a continuación es un ejemplo de ese tipo de inicios.

Una pequeña tragedia sucede en casa, una casa donde nadie se habla, salvo a gritos. En casa mamá grita porque los niños no hacen la tarea a tiempo y papá gruñe porque llega cansado de trabajar. En la escuela el ambiente tampoco es tan diferente, los maestros les gritan a niños gritones o a jóvenes rebeldes o a adultos distraídos en el celular que sólo escuchan si se les grita.

En el Congreso los diputados se echan en cara y sin disimulo una oposición abierta a base de estridencias, igual en los juzgados que asimilaron más del Coliseo que del Derecho Romano, en los mercados hay trifulca, entre los automovilistas y peatones hay claxonazos furiosos, en las empresas el que pela más el diente es el que lleva las riendas.

La calle entera está llena de disonancias: “¡El gaaaaaaas!”, “¡Viene, viene, viene!”, “¡La basuraa, la basuuuuura!”, luego vienen consignas de protesta si es día de marcha: gritos de descontento, vociferantes arrebatados con todo lo que les rodea, con todo lo que les falta (o les sobra), tal como les enseñó mamá cuando grita en la casa y papá cuando gruñe, igual que como les gritaron sus maestros y sus políticos, sus representantes, sus conciudadanos, sus jefes, sus compañeros, tal como les enseñó a gritar la “vida”.

Pero hace un tiempo, la historia se contaba diferente. Hace un tiempo en las casas se escuchaban risas de mamá a la hora de comer y cuentos de papá a la hora de dormir. De las escuelas salían los acordes de un piano acompañado por niños-ruiseñor que se asomaban de vez en cuando por sus ventanas abiertas; en las escuelas al mediodía sonaban sordas las pelotas rebotando contra la cancha y el traqueteo de los pies corriendo durante el recreo, como suenan las canicas desperdigadas sin orden ni concierto. En las universidades, por el contrario, había un silencio respetuoso cuando el maestro hablaba y sólo se interrumpía por el grafito gastándose sobre el cuaderno.

En el Congreso los representantes del pueblo hacían uso de la palabra con deferencia y afán diplomático y cuidaban sus palabras tanto o más como cuidaban su aspecto, los abogados defendían sus casos como Cicerones, Ulpianos o Grocios, los comerciantes ideaban frases pegajosas para captar la atención de sus marchantes y los automovilistas y peatones, bueno… esos siempre se han llevado mal, pero en esos tiempos el coraje les duraba unos minutos y después de unas refrescadas de diez de mayo, la anécdota se quedaba en eso, en una anécdota más para llegar a contarle a los compañeros de la oficina que “por poco se andaban dando un chirimoyazo, pero que del susto no pasó” y todos reían y regresaban a su labor.

Es verdad que la gente tuvo que alzar la voz en algún punto, pero antes como los gritos no eran la costumbre, cuando alguien gritaba se le tomaba en serio. Algo similar pasó con las groserías. Las también llamadas “palabras altisonantes” se empleaban “decorosamente” para insultar, para darle peso a la ofensa, para descargar el coraje. Había que decirlas con sabor, con oportunidad, para que calaran en el momento indicado y se clavaran como puñal en el ego del receptor. Pero el uso indiscriminado de gritos y groserías por igual, los volvió de uso común y perdieron peso. Cualquiera puede gritar, cualquiera puede maldecir y, peor aún, la semilla de violencia que esos actos contenían en su interior, germinó en algo más monstruoso, más terrible, más trágico: surgió la indiferencia. De tanto gritar, como siempre sucede, la garganta quedó afónica, perdió su voz, se volvió gris, indolente, deshumanizada. De tanta violencia, nació la indiferencia. (M)

Al más puro estilo de Sófocles y sus clásicas tragedias griegas, el mundo convulso en el que vivimos hoy, nos da material para generar infinidad de historias tristes y desalentadoras, pero hasta los más aterradores relatos empiezan por pequeños comienzos y el que vamos a leer a continuación es un ejemplo de ese tipo de inicios.

Una pequeña tragedia sucede en casa, una casa donde nadie se habla, salvo a gritos. En casa mamá grita porque los niños no hacen la tarea a tiempo y papá gruñe porque llega cansado de trabajar. En la escuela el ambiente tampoco es tan diferente, los maestros les gritan a niños gritones o a jóvenes rebeldes o a adultos distraídos en el celular que sólo escuchan si se les grita.

En el Congreso los diputados se echan en cara y sin disimulo una oposición abierta a base de estridencias, igual en los juzgados que asimilaron más del Coliseo que del Derecho Romano, en los mercados hay trifulca, entre los automovilistas y peatones hay claxonazos furiosos, en las empresas el que pela más el diente es el que lleva las riendas.

La calle entera está llena de disonancias: “¡El gaaaaaaas!”, “¡Viene, viene, viene!”, “¡La basuraa, la basuuuuura!”, luego vienen consignas de protesta si es día de marcha: gritos de descontento, vociferantes arrebatados con todo lo que les rodea, con todo lo que les falta (o les sobra), tal como les enseñó mamá cuando grita en la casa y papá cuando gruñe, igual que como les gritaron sus maestros y sus políticos, sus representantes, sus conciudadanos, sus jefes, sus compañeros, tal como les enseñó a gritar la “vida”.

Pero hace un tiempo, la historia se contaba diferente. Hace un tiempo en las casas se escuchaban risas de mamá a la hora de comer y cuentos de papá a la hora de dormir. De las escuelas salían los acordes de un piano acompañado por niños-ruiseñor que se asomaban de vez en cuando por sus ventanas abiertas; en las escuelas al mediodía sonaban sordas las pelotas rebotando contra la cancha y el traqueteo de los pies corriendo durante el recreo, como suenan las canicas desperdigadas sin orden ni concierto. En las universidades, por el contrario, había un silencio respetuoso cuando el maestro hablaba y sólo se interrumpía por el grafito gastándose sobre el cuaderno.

En el Congreso los representantes del pueblo hacían uso de la palabra con deferencia y afán diplomático y cuidaban sus palabras tanto o más como cuidaban su aspecto, los abogados defendían sus casos como Cicerones, Ulpianos o Grocios, los comerciantes ideaban frases pegajosas para captar la atención de sus marchantes y los automovilistas y peatones, bueno… esos siempre se han llevado mal, pero en esos tiempos el coraje les duraba unos minutos y después de unas refrescadas de diez de mayo, la anécdota se quedaba en eso, en una anécdota más para llegar a contarle a los compañeros de la oficina que “por poco se andaban dando un chirimoyazo, pero que del susto no pasó” y todos reían y regresaban a su labor.

Es verdad que la gente tuvo que alzar la voz en algún punto, pero antes como los gritos no eran la costumbre, cuando alguien gritaba se le tomaba en serio. Algo similar pasó con las groserías. Las también llamadas “palabras altisonantes” se empleaban “decorosamente” para insultar, para darle peso a la ofensa, para descargar el coraje. Había que decirlas con sabor, con oportunidad, para que calaran en el momento indicado y se clavaran como puñal en el ego del receptor. Pero el uso indiscriminado de gritos y groserías por igual, los volvió de uso común y perdieron peso. Cualquiera puede gritar, cualquiera puede maldecir y, peor aún, la semilla de violencia que esos actos contenían en su interior, germinó en algo más monstruoso, más terrible, más trágico: surgió la indiferencia. De tanto gritar, como siempre sucede, la garganta quedó afónica, perdió su voz, se volvió gris, indolente, deshumanizada. De tanta violencia, nació la indiferencia. (M)

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