/ domingo 10 de noviembre de 2019

Entre cabellos, telas y suelas, resisten el paso del tiempo

En una época donde el consumo desechable marca a la sociedad actual, aún persisten en la ciudad las peluquerías, sastrerías y talleres de calzado

José Agustín, el peluquero

En un viejo local a pie del río que conecta a la Avenida Madero Poniente con la Michoacán, un hombre entrado en muchos años espera a su primer cliente del día. Ya hace calor, ya hay mucho tráfico, pero a él poco le importa porque en vez de sombra se coloca justo donde pega más el sol. “Me llamo José Agustín”, nos confiesa luego de pedirle una plática para recordar viejos tiempos.

-Como el escritor –le replicamos–.

“Sí lo conocí, en persona, era mi cliente”, y rápidamente su memoria trae a otros famosos a los que les pasó navaja cuando vivía en el Distrito Federal: José Luis Cuevas, Rufino Tamayo, los Hermanos Rodríguez y hasta Pablo Beltrán Ruiz, también conocido como el Ray Coniff mexicano. Era en la calle Florencia 72 esquina con Liverpool donde el entonces joven peluquero atendía no sólo a celebridades, sino a cualquiera que necesitara un buen corte de cabello. Estamos hablando de la década de los 60, pero un poquito antes tuvo que pasar por los inicios del oficio, ser “chícharo”, como se les nombraba a los chamacos encargados de barrer los cabellos, preparar el agua, prender una especie de bracero y otros requerimientos. “La prueba de fuego era rasurar un globo; si le pasabas la navaja y le quitabas la espuma sin tronarlo, ya estabas listo para pelar a cualquiera”.

Don José Agustín recuerda que todo era abundancia hasta que llegó la moda hippie a finales de los 60 y ya nadie quería cortarse el cabello. “Es que era parejo, licenciados, estudiantes, deportistas, ingenieros, maestros, todos andaban con el pelo largo y ni se bañaban, por eso nos fuimos a la quiebra”.

Así se tuvo que regresar a Morelia donde toda su familia se dedicaba al oficio. “El más viejo era don Pedrito, allá en San Agustín, y luego le seguía su hijo Jesús Juárez Pérez. Ya los sobrinos éramos los chícharos en una peluquería llamada Dalila. Pero en el DF es donde aprendí a cortar bien el pelo”.

A estas alturas de la conversación ha llegado el primer cliente del día. Es un joven moreno que en apariencia no necesita mayor corte, pero si en los 60 todos optaban por la greña abundante, en épocas de reguetón todos quieren estar tan bien rasurados como Maluma. “¿Qué pasó mi licenciado, ahorita te atiendo”, le promete don José Agustín, quien continúa con la plática: “Ya le digo, uno no sólo es peluquero, la tiene que hacer de confidente, porque luego llegan los clientes y le confiesan cosas bien fuertes, te piden consejos, te preguntan qué harías en su lugar, y como uno lee mucho, o escucha programas de radio, pues sí tiene la manera de aconsejarles. Y eso que antes hacíamos más cosas, cortar, rasurar… ¡hasta de dentista le hacíamos! Sin preocuparse por las nuevas “barber shop” que están de moda en la ciudad, este maestro de la navaja se dispone a atender al licenciado, quien sólo miraba su celular, demostrando una muy buena paciencia.

MAESTRO DEL BUEN VESTIR

En su propia casa, ubicada entre las calles de Oaxaca y Yucatán, un elegante y sofisticado Javier López Tovar deja a un lado la máquina de coser para contarnos que a los 10 años comenzó a arreglar todo tipo de ropa, a ser uno de los futuros sastres de una ciudad que, por allá de los 70, era más formal en comparación a la que espera el inicio de la tercera década del nuevo siglo. Su corbata rayada luce impecable, lo mismo que el resto de sus prendas. “Hay que dar la imagen que el cliente busca para sí mismo”, nos cuenta, para luego recordar que en sus inicios atendía un local ubicado en la calle Antonio Alzate, en el Centro de la ciudad. “Mi padrino de confirmación fue el que me enseñó esto, luego ya fui aprendiendo con Alarcón, con Cendejas, hasta que salí bien preparado”. Su fascinación por la sastrería no tiene una mejor explicación que el destino, dice que ninguna otra cosa le ha llamado la atención; “yo nací para esto”, acepta. En épocas donde Morelia era una muy pequeña capital él ya confeccionaba sacos, chalecos, pantalones, con lo que le iba muy bien. Recuerda que entre sus clientes había muchos políticos, secretarios de gabinete, procuradores que necesitaban lucir mejor vestidos que sus súbditos.

Sin embargo, este oficio ya no es tan demandado como antaño. Don Javier sabe que la mayoría de las personas van a las tiendas departamentales y ahí mismo les ajustarán las medidas de lo que compren. Si anteriormente montó un taller con cinco personas que trabajaban sin descanso, hoy está solo y nunca se le junta la chamba. “Llegábamos a tener 50 trajes en fila, pero la sastrería va de salida y yo también”, subraya, además de confesarnos que sus hijos no se han dedicado a lo mismo: “No, pues no quería que le sufrieran, ya todos tienen una carrera y les irá mejor”.

Entre los sastres más requeridos estaban los ya mencionados Cendejas y Alarcón, pero a la lista se sumaban Rodolfo Rodríguez, Raúl Molina y otros nombres que escapan a la memoria de este sastre que, asegura, en un futuro cercano ya nadie ocupará esta clase de servicios.

ZAPATERO A SUS ZAPATOS

Casi donde inicia la Calzada del Panteón, cuyo nombre oficial es Arnulfo Ávila, un programa de noticias informa que Estados Unidos presiona a México para que agentes de aquel país puedan investigar quién está detrás de la matanza de una familia en Chihuahua.

Antes de que siga el análisis, don Francisco Téllez Arteaga baja el volumen y mejor nos relata cómo es que empezó con el oficio de zapatero, ese que le ha servido a lo largo de su vida como un complemento económico a sus tareas cotidianas. Levanta el brazo hacia el norte para decirnos que por muchos años trabajó en el Tribunal de Justicia, ese que ahora se concentra en un enorme edificio rosa al inicio de la Calzada La Huerta. Luego de un silencio de varios segundos, sus recuerdos se activan: “Hace 60 años que aprendí a arreglar zapatos, tenía yo 20, pero nunca dejé el trabajo, duré 40 en el Tribunal hasta que me jubilé. Nomás que ese trabajo se terminaba por las tardes y a mí nunca me ha gustado estar de balde, trabajaba por ratos en mi casa y ahora, hará unos 10 años, me conseguí este local”.

El espacio es pequeño y de casi todas partes cuelgan decenas de agujetas de todos los colores. También hay un letrero con la advertencia de “Hoy no se fía, mañana tampoco”, cosa que no siempre es cierta, pues tienen tantos clientes asiduos que algunos le pagan después, cuando les cae la quincena. Nada más que, en números, nada que ver con otras épocas. “Es que los zapatos de ahora ya todos son chinos, son sintéticos, desechables, no tienen remedio, no se pueden arreglar”.


El oficio de zapatero no es nada sencillo. Hay que aprender a manejar algunas máquinas y tener la habilidad para forrar tacones, poner suelas, hacerlas, cocer mochilas. “Trabajé por algún tiempo en la Fábrica La Popis, de Guadalajara, y en México con un patrón que se llamaba José Palafox, dueño de una fabrica grandísima, con más de 100 empleados. Pero en unas vacaciones encontré la plaza de notificador en el Tribunal y pues ya me la quedé, y ahora de ahí mismo tengo algunos clientes, sobre todo mujeres”.

En sus buenas épocas, don Francisco trabajaba hasta por 14 horas seguidas en la reparación de calzado, pero ahora se la lleva tranquila, arregla con calma y detalle el poco producto que le llega. “Ya somos pocos, no hay muchos zapateros, los tallercillos están cerrando, por aquí había unos que hacían y reparaban botas, pero ya cerraron. A veces he pensado en ir al DIF para que me den chance de capacitar a gente joven, que aprenda del oficio, porque sí se está perdiendo. Nomás que me dejen unos 10 muchachos y en 15 días les enseño lo básico, pero pues a ver, a ver si dan chance”, nos dice, y le vuelve a subir al radio, para escuchar sus noticias.

José Agustín, el peluquero

En un viejo local a pie del río que conecta a la Avenida Madero Poniente con la Michoacán, un hombre entrado en muchos años espera a su primer cliente del día. Ya hace calor, ya hay mucho tráfico, pero a él poco le importa porque en vez de sombra se coloca justo donde pega más el sol. “Me llamo José Agustín”, nos confiesa luego de pedirle una plática para recordar viejos tiempos.

-Como el escritor –le replicamos–.

“Sí lo conocí, en persona, era mi cliente”, y rápidamente su memoria trae a otros famosos a los que les pasó navaja cuando vivía en el Distrito Federal: José Luis Cuevas, Rufino Tamayo, los Hermanos Rodríguez y hasta Pablo Beltrán Ruiz, también conocido como el Ray Coniff mexicano. Era en la calle Florencia 72 esquina con Liverpool donde el entonces joven peluquero atendía no sólo a celebridades, sino a cualquiera que necesitara un buen corte de cabello. Estamos hablando de la década de los 60, pero un poquito antes tuvo que pasar por los inicios del oficio, ser “chícharo”, como se les nombraba a los chamacos encargados de barrer los cabellos, preparar el agua, prender una especie de bracero y otros requerimientos. “La prueba de fuego era rasurar un globo; si le pasabas la navaja y le quitabas la espuma sin tronarlo, ya estabas listo para pelar a cualquiera”.

Don José Agustín recuerda que todo era abundancia hasta que llegó la moda hippie a finales de los 60 y ya nadie quería cortarse el cabello. “Es que era parejo, licenciados, estudiantes, deportistas, ingenieros, maestros, todos andaban con el pelo largo y ni se bañaban, por eso nos fuimos a la quiebra”.

Así se tuvo que regresar a Morelia donde toda su familia se dedicaba al oficio. “El más viejo era don Pedrito, allá en San Agustín, y luego le seguía su hijo Jesús Juárez Pérez. Ya los sobrinos éramos los chícharos en una peluquería llamada Dalila. Pero en el DF es donde aprendí a cortar bien el pelo”.

A estas alturas de la conversación ha llegado el primer cliente del día. Es un joven moreno que en apariencia no necesita mayor corte, pero si en los 60 todos optaban por la greña abundante, en épocas de reguetón todos quieren estar tan bien rasurados como Maluma. “¿Qué pasó mi licenciado, ahorita te atiendo”, le promete don José Agustín, quien continúa con la plática: “Ya le digo, uno no sólo es peluquero, la tiene que hacer de confidente, porque luego llegan los clientes y le confiesan cosas bien fuertes, te piden consejos, te preguntan qué harías en su lugar, y como uno lee mucho, o escucha programas de radio, pues sí tiene la manera de aconsejarles. Y eso que antes hacíamos más cosas, cortar, rasurar… ¡hasta de dentista le hacíamos! Sin preocuparse por las nuevas “barber shop” que están de moda en la ciudad, este maestro de la navaja se dispone a atender al licenciado, quien sólo miraba su celular, demostrando una muy buena paciencia.

MAESTRO DEL BUEN VESTIR

En su propia casa, ubicada entre las calles de Oaxaca y Yucatán, un elegante y sofisticado Javier López Tovar deja a un lado la máquina de coser para contarnos que a los 10 años comenzó a arreglar todo tipo de ropa, a ser uno de los futuros sastres de una ciudad que, por allá de los 70, era más formal en comparación a la que espera el inicio de la tercera década del nuevo siglo. Su corbata rayada luce impecable, lo mismo que el resto de sus prendas. “Hay que dar la imagen que el cliente busca para sí mismo”, nos cuenta, para luego recordar que en sus inicios atendía un local ubicado en la calle Antonio Alzate, en el Centro de la ciudad. “Mi padrino de confirmación fue el que me enseñó esto, luego ya fui aprendiendo con Alarcón, con Cendejas, hasta que salí bien preparado”. Su fascinación por la sastrería no tiene una mejor explicación que el destino, dice que ninguna otra cosa le ha llamado la atención; “yo nací para esto”, acepta. En épocas donde Morelia era una muy pequeña capital él ya confeccionaba sacos, chalecos, pantalones, con lo que le iba muy bien. Recuerda que entre sus clientes había muchos políticos, secretarios de gabinete, procuradores que necesitaban lucir mejor vestidos que sus súbditos.

Sin embargo, este oficio ya no es tan demandado como antaño. Don Javier sabe que la mayoría de las personas van a las tiendas departamentales y ahí mismo les ajustarán las medidas de lo que compren. Si anteriormente montó un taller con cinco personas que trabajaban sin descanso, hoy está solo y nunca se le junta la chamba. “Llegábamos a tener 50 trajes en fila, pero la sastrería va de salida y yo también”, subraya, además de confesarnos que sus hijos no se han dedicado a lo mismo: “No, pues no quería que le sufrieran, ya todos tienen una carrera y les irá mejor”.

Entre los sastres más requeridos estaban los ya mencionados Cendejas y Alarcón, pero a la lista se sumaban Rodolfo Rodríguez, Raúl Molina y otros nombres que escapan a la memoria de este sastre que, asegura, en un futuro cercano ya nadie ocupará esta clase de servicios.

ZAPATERO A SUS ZAPATOS

Casi donde inicia la Calzada del Panteón, cuyo nombre oficial es Arnulfo Ávila, un programa de noticias informa que Estados Unidos presiona a México para que agentes de aquel país puedan investigar quién está detrás de la matanza de una familia en Chihuahua.

Antes de que siga el análisis, don Francisco Téllez Arteaga baja el volumen y mejor nos relata cómo es que empezó con el oficio de zapatero, ese que le ha servido a lo largo de su vida como un complemento económico a sus tareas cotidianas. Levanta el brazo hacia el norte para decirnos que por muchos años trabajó en el Tribunal de Justicia, ese que ahora se concentra en un enorme edificio rosa al inicio de la Calzada La Huerta. Luego de un silencio de varios segundos, sus recuerdos se activan: “Hace 60 años que aprendí a arreglar zapatos, tenía yo 20, pero nunca dejé el trabajo, duré 40 en el Tribunal hasta que me jubilé. Nomás que ese trabajo se terminaba por las tardes y a mí nunca me ha gustado estar de balde, trabajaba por ratos en mi casa y ahora, hará unos 10 años, me conseguí este local”.

El espacio es pequeño y de casi todas partes cuelgan decenas de agujetas de todos los colores. También hay un letrero con la advertencia de “Hoy no se fía, mañana tampoco”, cosa que no siempre es cierta, pues tienen tantos clientes asiduos que algunos le pagan después, cuando les cae la quincena. Nada más que, en números, nada que ver con otras épocas. “Es que los zapatos de ahora ya todos son chinos, son sintéticos, desechables, no tienen remedio, no se pueden arreglar”.


El oficio de zapatero no es nada sencillo. Hay que aprender a manejar algunas máquinas y tener la habilidad para forrar tacones, poner suelas, hacerlas, cocer mochilas. “Trabajé por algún tiempo en la Fábrica La Popis, de Guadalajara, y en México con un patrón que se llamaba José Palafox, dueño de una fabrica grandísima, con más de 100 empleados. Pero en unas vacaciones encontré la plaza de notificador en el Tribunal y pues ya me la quedé, y ahora de ahí mismo tengo algunos clientes, sobre todo mujeres”.

En sus buenas épocas, don Francisco trabajaba hasta por 14 horas seguidas en la reparación de calzado, pero ahora se la lleva tranquila, arregla con calma y detalle el poco producto que le llega. “Ya somos pocos, no hay muchos zapateros, los tallercillos están cerrando, por aquí había unos que hacían y reparaban botas, pero ya cerraron. A veces he pensado en ir al DIF para que me den chance de capacitar a gente joven, que aprenda del oficio, porque sí se está perdiendo. Nomás que me dejen unos 10 muchachos y en 15 días les enseño lo básico, pero pues a ver, a ver si dan chance”, nos dice, y le vuelve a subir al radio, para escuchar sus noticias.

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