/ jueves 20 de enero de 2022

Yo odio, tú odias, todas odiamos: la misandria, el motor de nuestra revolución

Alguna vez te has preguntado a consciencia ¿Qué es el odio? ¿Sabías que no existe una manera universal de definirlo? ¡Y qué bueno! porque encontraremos tantas acepciones del odio de acuerdo a la perspectiva, la teoría o la filosofía desde la que se aborde, se elija, se encuentre o incluso se habite. Por ejemplo, desde la escuela de Frankfurt (que, dicho sea de paso, sus principales exponentes son varones y judíos) se han realizado infinidad de estudios del odio enfocados al antisemitismo, el nacismo y el fenómeno Hitler como síntoma de la sociedad alemana, pero esto es solo una noción, valiosa pero no la única. Ahora bien, desde el budismo tibetano, al odio se le define como una emoción destructiva, un deseo profundo que suele ser dañino y demoledor principalmente para quien lo siente, pero emoción al fin. Para la psicomagia, el odio tiene incluso costes fisiológicos, porque se somatiza en el cuerpo de quien lo siente. Pero poco se dice que este no aparece por sí solo, pues requiere de la preexistencia de ciertas condiciones adecuadas que lo liciten, quizá por eso es que se le asocia más a otras emociones: rencor, resentimiento, hartazgo, dolor, decepción, cansancio, pero no se admite que se odia. Hay quienes explican la acción de odiar, asociada proporcionalmente a la antítesis de este: El amor -“Solo se puede odiar aquello que se ha amado, porque del odio al amor hay un solo paso”.

Hay discursos de odio, odas al odio, crímenes de odio, políticas del odio, en fin; nos queda claro que el odio está presente en el imaginario colectivo, porque el odio (guste o no) es un fenómeno explicativo del mundo. Socialmente, es indiscutible que la gente se junta para odiar en grupo: sea la porra de un equipo de futbol, un club de fans, de militantes partidistas, un club de lectura o cine, una agrupación activista, etcétera. El odio “a eso”, a “aquello” o a “lo otro” es lo que nos hace converger, es la piedra angular que agrupa, conecta, genera empatía, decanta esquemas de valores y principios, y sobre todo; unifica. Y ese grupo que odia, se asocia y amalgama desde una cognición (en teoría) positiva. Porque el odio es un esquema. Se construye, no es como la ira, que es avasallante, explosiva, visceral y nada sesuda. El odio sirve para salvaguardar tu propia autoestima y ponerte a salvo. Siempre hay un punto donde el odio a algo o alguien que te sirvió para hacerte frente o ponerte a cargo en un momento toral en tu vida, ya sea como desahogo emocional o mecanismo de defensa. Porque el odio canaliza frustraciones, coquetea con la venganza y conecta con la justicia. El odio es una emoción muy veraz, es honesto. El odio es meticulosamente inflexible y automáticamente reorganiza la carga, logrado que quien lo siente conscientemente llegue a tener nuevas percepciones y firmes convicciones respecto de lo odiado, creando contrapesos a aquello a lo que se odia. Porque desde el odio también se puede construir, vindicar e incluso transformar.

Manejándolo como fuerza motora de masas gracias al odio, las mujeres y las niñas no tendríamos los pocos e insuficientes derechos que tenemos, somos nosotras quienes, de forma sensacional, históricamente hemos logrado gestionar el odio de una manera no punitiva en favor de un reconocimiento ante la realidad sistémica de que somos, paradójicamente; un algo odiado. Digo esto con conocimiento de causa (casi treinta y seis años de existencia en este lugar de enunciación y desde la realidad que habito de ser mujer, me anteceden), y como mujer que ve el mundo a través del odio, que además ha sido adoctrinada al servilismo y al amor incondicional, para mí el odio es una no acción a lo esperado de mí, es pura insurrección. Mientras que la misoginia es acción, es obediencia. “Misándrica”, me llaman y me hago llamar a mí misma desde entonces; aludiendo de forma peyorativa a la joven carga histórica que tiene el calificativo, sacado de la manga como un supuesto "paralelismo" por demás absurdo, ridículo e inexistente a la real, potente y contundente misoginia. Porque sabemos que la misandria como tal, carece de toda fortaleza sistémica, histórica, institucionalizada y legislada, que sí tiene la misoginia; con los años he dejado de resistirme a la idea de admitir que el odio a ser odiada es mi realidad irrenunciable. Y asumo el odio que me habita como fuerza motora transformadora, libertaria e incendiaria que además contagia y me conecta con las otras que por supuesto que también son odiadas. Porque ante la misoginia que es sistémica, la misandria es contingente. El odio, es ya para mí y para nosotras, una necesidad, una realidad y sobre todo; una postura política. Dicho lo anterior, desde acá las saludo y les digo a todas: Si tú, al igual que yo estás cansada de tener activado el modo sobrevivencia y odias seguir siendo algo sistémicamente odiado, si de verdad quieren pasar a la acción, pues hermana, se bienvenida a la Revolución: el feminismo.

Alguna vez te has preguntado a consciencia ¿Qué es el odio? ¿Sabías que no existe una manera universal de definirlo? ¡Y qué bueno! porque encontraremos tantas acepciones del odio de acuerdo a la perspectiva, la teoría o la filosofía desde la que se aborde, se elija, se encuentre o incluso se habite. Por ejemplo, desde la escuela de Frankfurt (que, dicho sea de paso, sus principales exponentes son varones y judíos) se han realizado infinidad de estudios del odio enfocados al antisemitismo, el nacismo y el fenómeno Hitler como síntoma de la sociedad alemana, pero esto es solo una noción, valiosa pero no la única. Ahora bien, desde el budismo tibetano, al odio se le define como una emoción destructiva, un deseo profundo que suele ser dañino y demoledor principalmente para quien lo siente, pero emoción al fin. Para la psicomagia, el odio tiene incluso costes fisiológicos, porque se somatiza en el cuerpo de quien lo siente. Pero poco se dice que este no aparece por sí solo, pues requiere de la preexistencia de ciertas condiciones adecuadas que lo liciten, quizá por eso es que se le asocia más a otras emociones: rencor, resentimiento, hartazgo, dolor, decepción, cansancio, pero no se admite que se odia. Hay quienes explican la acción de odiar, asociada proporcionalmente a la antítesis de este: El amor -“Solo se puede odiar aquello que se ha amado, porque del odio al amor hay un solo paso”.

Hay discursos de odio, odas al odio, crímenes de odio, políticas del odio, en fin; nos queda claro que el odio está presente en el imaginario colectivo, porque el odio (guste o no) es un fenómeno explicativo del mundo. Socialmente, es indiscutible que la gente se junta para odiar en grupo: sea la porra de un equipo de futbol, un club de fans, de militantes partidistas, un club de lectura o cine, una agrupación activista, etcétera. El odio “a eso”, a “aquello” o a “lo otro” es lo que nos hace converger, es la piedra angular que agrupa, conecta, genera empatía, decanta esquemas de valores y principios, y sobre todo; unifica. Y ese grupo que odia, se asocia y amalgama desde una cognición (en teoría) positiva. Porque el odio es un esquema. Se construye, no es como la ira, que es avasallante, explosiva, visceral y nada sesuda. El odio sirve para salvaguardar tu propia autoestima y ponerte a salvo. Siempre hay un punto donde el odio a algo o alguien que te sirvió para hacerte frente o ponerte a cargo en un momento toral en tu vida, ya sea como desahogo emocional o mecanismo de defensa. Porque el odio canaliza frustraciones, coquetea con la venganza y conecta con la justicia. El odio es una emoción muy veraz, es honesto. El odio es meticulosamente inflexible y automáticamente reorganiza la carga, logrado que quien lo siente conscientemente llegue a tener nuevas percepciones y firmes convicciones respecto de lo odiado, creando contrapesos a aquello a lo que se odia. Porque desde el odio también se puede construir, vindicar e incluso transformar.

Manejándolo como fuerza motora de masas gracias al odio, las mujeres y las niñas no tendríamos los pocos e insuficientes derechos que tenemos, somos nosotras quienes, de forma sensacional, históricamente hemos logrado gestionar el odio de una manera no punitiva en favor de un reconocimiento ante la realidad sistémica de que somos, paradójicamente; un algo odiado. Digo esto con conocimiento de causa (casi treinta y seis años de existencia en este lugar de enunciación y desde la realidad que habito de ser mujer, me anteceden), y como mujer que ve el mundo a través del odio, que además ha sido adoctrinada al servilismo y al amor incondicional, para mí el odio es una no acción a lo esperado de mí, es pura insurrección. Mientras que la misoginia es acción, es obediencia. “Misándrica”, me llaman y me hago llamar a mí misma desde entonces; aludiendo de forma peyorativa a la joven carga histórica que tiene el calificativo, sacado de la manga como un supuesto "paralelismo" por demás absurdo, ridículo e inexistente a la real, potente y contundente misoginia. Porque sabemos que la misandria como tal, carece de toda fortaleza sistémica, histórica, institucionalizada y legislada, que sí tiene la misoginia; con los años he dejado de resistirme a la idea de admitir que el odio a ser odiada es mi realidad irrenunciable. Y asumo el odio que me habita como fuerza motora transformadora, libertaria e incendiaria que además contagia y me conecta con las otras que por supuesto que también son odiadas. Porque ante la misoginia que es sistémica, la misandria es contingente. El odio, es ya para mí y para nosotras, una necesidad, una realidad y sobre todo; una postura política. Dicho lo anterior, desde acá las saludo y les digo a todas: Si tú, al igual que yo estás cansada de tener activado el modo sobrevivencia y odias seguir siendo algo sistémicamente odiado, si de verdad quieren pasar a la acción, pues hermana, se bienvenida a la Revolución: el feminismo.