/ lunes 27 de junio de 2022

De atole y otras herencias

Por: Fernando Mendoza y Sofía Stamatio

El desarrollo de la mayor parte de los pueblos originarios de México se basa en el cultivo y aprovechamiento del maíz. En náhuatl se dice “tlaolli”, que significa “nuestro sustento”. Ya lo decía el Popol Vuh: ¡nuestros cuerpos están hechos de maíz! Y por eso debemos comprendernos como entidades estrechamente ligadas a los sabores, saberes y aromas de nuestra tierra.

El atole, del náhuatl atolli que significa "agua en movimiento" o "agua removida", es una bebida milenaria, caliente y espesa, usualmente a partir de harina de maíz que se disuelve en agua o leche y a la que se pueden agregar frutas, especias y otros ingredientes. Existen atoles dulces y salados; algunos se sirven fríos y otros muy calientes; algunos son para acompañarse con alimento, otros no lo necesitan –solitos son mejores. Son un elíxir lleno de fuerza y energía, y pueden abarcar la más amplia gama de colores y sabores. Beber atole es una tradición: es el acompañante fiel del inicio de cada jornada, y no puede faltar en las fiestas patronales, bautizos, velorios y bodas.

En la pequeña plaza frente a la catedral de Pungarabato, Guerrero, todas las tardes un grupo de mujeres ofrece atole blanco con buñuelos cubiertos con miel de piloncillo. La bebida tiene una textura gruesa o pesada, ya que no está colado y se sienten los granos de maíz con que está hecho.

No sólo la región donde se prepare influye en el sabor, sino también la temporada. Si la naturaleza ofrece zarzamoras, los atoles se tiñen de violeta. En los huertos michoacanos tradicionales no pueden faltar los árboles y plantas frutales: manzanos, duraznos, ciruelos, capulines y zarzas los engalanan con flores y aromas.

Entre los meses de septiembre y octubre, es tiempo de que en las comunidades michoacanas se preparen atoles a base de maíz tierno. Uno de ellos es el atole de elote, al cual además se le agrega leche bronca, canela y azúcar, y se sirve en una hoja verde del mismo elote.

Al probar el atole de flores de San Juan, que se dan en junio en las llanuras de Santiago Undameo y en La Concepción, cerca de Capula, pareciera que se está bebiendo la esencia misma de las flores, que recuerdan al suave olor del jazmín.

En Michoacán tenemos también atole de leche y atole negro hecho con cascarilla de cacao (o atole de chaqueta, como le decían los abuelos); de maíz colorado, de tuna de cerro, de cacahuate, de ceniza, de nurite, xarikata y tokeri, de zarza, de pinole, de arroz y de coco, entre cientos de configuraciones ancestrales y otras más recientes.

En Santa María Huiramangaro, doña Delia Sosa Carpio guarda recetas que han pasado de generación en generación, incluidas algunas para curar ciertos males. La cocina en Michoacán es, casi siempre, un ámbito tradicionalmente femenino, en donde consejos, sabiduría y secretos se transmiten de manera oral. Es imposible pensar nuestra gastronomía sin tomar en cuenta que la herencia es un elemento estructural para las mujeres purépechas. Su voz es la voz de sus antepasados, que se actualiza a través de ellas. Sus manos son sabias gracias a las miles de manos que han cocinado antes que ellas. Y nada sería de ellas sin sus madres, sus abuelas, sus bisabuelas, tías, tías abuelas, suegras y todas las mujeres que existieron antes, esas grandes maestras y guías en la formación de familias.

María de la Luz y Patricia Urtiz, quienes atienden uno de los puestos de atole de grano que se ubican junto a la Pila del Torito, a un costado de la Plaza Gertrudis Bocanegra o Plaza Chica de Pátzcuaro, cuentan que hace más de cuarenta años que allí se sirve este brebaje. Con su característico sabor a anís y su intenso color verde, desde hace varios siglos el atole de grano se prepara en la meseta purépecha y ayuda a resistir los fríos de invierno o de lluvias, acompañado de limón y chile perón, para quien gusta del picante.

En pleno siglo 21, da tranquilidad saber que frente a la vorágine del mundo acelerado y desechable aún se preservan las comunidades que se rigen por usos y costumbres, por rutinas y quehaceres antiguos, por una profunda consciencia que vincula a las personas con su entorno y con su pasado, y las obliga a honrar, cuidar y conservar este patrimonio a la vez físico e intangible.

Por: Fernando Mendoza y Sofía Stamatio

El desarrollo de la mayor parte de los pueblos originarios de México se basa en el cultivo y aprovechamiento del maíz. En náhuatl se dice “tlaolli”, que significa “nuestro sustento”. Ya lo decía el Popol Vuh: ¡nuestros cuerpos están hechos de maíz! Y por eso debemos comprendernos como entidades estrechamente ligadas a los sabores, saberes y aromas de nuestra tierra.

El atole, del náhuatl atolli que significa "agua en movimiento" o "agua removida", es una bebida milenaria, caliente y espesa, usualmente a partir de harina de maíz que se disuelve en agua o leche y a la que se pueden agregar frutas, especias y otros ingredientes. Existen atoles dulces y salados; algunos se sirven fríos y otros muy calientes; algunos son para acompañarse con alimento, otros no lo necesitan –solitos son mejores. Son un elíxir lleno de fuerza y energía, y pueden abarcar la más amplia gama de colores y sabores. Beber atole es una tradición: es el acompañante fiel del inicio de cada jornada, y no puede faltar en las fiestas patronales, bautizos, velorios y bodas.

En la pequeña plaza frente a la catedral de Pungarabato, Guerrero, todas las tardes un grupo de mujeres ofrece atole blanco con buñuelos cubiertos con miel de piloncillo. La bebida tiene una textura gruesa o pesada, ya que no está colado y se sienten los granos de maíz con que está hecho.

No sólo la región donde se prepare influye en el sabor, sino también la temporada. Si la naturaleza ofrece zarzamoras, los atoles se tiñen de violeta. En los huertos michoacanos tradicionales no pueden faltar los árboles y plantas frutales: manzanos, duraznos, ciruelos, capulines y zarzas los engalanan con flores y aromas.

Entre los meses de septiembre y octubre, es tiempo de que en las comunidades michoacanas se preparen atoles a base de maíz tierno. Uno de ellos es el atole de elote, al cual además se le agrega leche bronca, canela y azúcar, y se sirve en una hoja verde del mismo elote.

Al probar el atole de flores de San Juan, que se dan en junio en las llanuras de Santiago Undameo y en La Concepción, cerca de Capula, pareciera que se está bebiendo la esencia misma de las flores, que recuerdan al suave olor del jazmín.

En Michoacán tenemos también atole de leche y atole negro hecho con cascarilla de cacao (o atole de chaqueta, como le decían los abuelos); de maíz colorado, de tuna de cerro, de cacahuate, de ceniza, de nurite, xarikata y tokeri, de zarza, de pinole, de arroz y de coco, entre cientos de configuraciones ancestrales y otras más recientes.

En Santa María Huiramangaro, doña Delia Sosa Carpio guarda recetas que han pasado de generación en generación, incluidas algunas para curar ciertos males. La cocina en Michoacán es, casi siempre, un ámbito tradicionalmente femenino, en donde consejos, sabiduría y secretos se transmiten de manera oral. Es imposible pensar nuestra gastronomía sin tomar en cuenta que la herencia es un elemento estructural para las mujeres purépechas. Su voz es la voz de sus antepasados, que se actualiza a través de ellas. Sus manos son sabias gracias a las miles de manos que han cocinado antes que ellas. Y nada sería de ellas sin sus madres, sus abuelas, sus bisabuelas, tías, tías abuelas, suegras y todas las mujeres que existieron antes, esas grandes maestras y guías en la formación de familias.

María de la Luz y Patricia Urtiz, quienes atienden uno de los puestos de atole de grano que se ubican junto a la Pila del Torito, a un costado de la Plaza Gertrudis Bocanegra o Plaza Chica de Pátzcuaro, cuentan que hace más de cuarenta años que allí se sirve este brebaje. Con su característico sabor a anís y su intenso color verde, desde hace varios siglos el atole de grano se prepara en la meseta purépecha y ayuda a resistir los fríos de invierno o de lluvias, acompañado de limón y chile perón, para quien gusta del picante.

En pleno siglo 21, da tranquilidad saber que frente a la vorágine del mundo acelerado y desechable aún se preservan las comunidades que se rigen por usos y costumbres, por rutinas y quehaceres antiguos, por una profunda consciencia que vincula a las personas con su entorno y con su pasado, y las obliga a honrar, cuidar y conservar este patrimonio a la vez físico e intangible.

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